La represión de género en la posguerra

(Ensayo breve para la asignatura «Historia Contemporánea de España. Desde 1923», UNED, abril de 2015)


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El 1 de abril de 1939 terminaba la guerra civil con la victoria del bando sublevado el 18 de julio de 1936 contra la legalidad republicana. Al impacto moral de la derrota, se sumó una dura represión sobre los vencidos, que se había ya instaurado de forma sistemática durante el conflicto en la retaguardia de la zona nacional y que se extendería en el tiempo durante buena parte de la posguerra.

La represión, una depuración ideológica en toda regla, un terror de estado dirigido a someter, cuando no a destruir físicamente, a sus oponentes políticos, afectó igualmente a hombres y a mujeres, aunque no de igual manera. Con todo, carece de sentido entrar a valorar quién sufrió más, pues si bien la proporción de hombres encarcelados y ejecutados durante la posguerra fue unas nueve veces mayor que la de mujeres, la represión ejercida contra las mujeres en su conjunto, privándolas de gran parte de sus derechos, y muy particularmente contra las mujeres que en tiempos de la república y durante la guerra habían dado un paso al frente y habían ejercido y reivindicado sus derechos públicamente, dada su transversalidad, fue de mucho mayor calado y duración en el tiempo.

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En ese sentido, el compromiso actual por parte de la historiografía está en la puesta en valor de la lucha y subsiguiente represión de las mujeres, descuidada prácticamente hasta los albores del siglo XXI. Este retraso, una vez superado el pacto de silencio de la Transición, obedece por un lado al menor número de fuentes, posiblemente porque el analfabetismo golpeaba con más fuerza a las mujeres, a la imposibilidad a acceder a archivos militares hasta fechas recientes y además de a la menor participación directa de las mujeres en la guerra, al secular machismo de la sociedad española, agravado por la losa de cuarenta años de dictadura franquista.

Porque en efecto, la primera ola del movimiento de liberación de la mujer apenas había empezado a germinar en España. El voto femenino, en cierta forma constituía el reconocimiento de la mujer como ciudadana de pleno derecho, se había aprobado para las elecciones de 1933, pero no sin una cierta oposición por parte de las organizaciones de izquierdas, que fruto de sus prejuicios consideraban que esto favorecería a las derechas. Del calado aún superficial de las ideas igualitarias feministas en la sociedad españolas en general da testimonio Émilienne Morin[1], anarquista francesa, compañera de Buenaventura Durruti hasta su muerte: Sí, los anarquistas siempre hablaban mucho del amor libre. Pero eran españoles al fin y al cabo, y da risa cuando los españoles hablan de cosas así, porque va contra su temperamento (…) Los españoles nunca estuvieron a favor de la liberación de la mujer. Yo los conozco bien a fondo, por dentro y por fuera, y le aseguro que los prejuicios que les molestaban se los quitaron enseguida de encima, pero los que les convenían los conservaron cuidadosamente. ¡La mujer en casa! esa filosofía sí les gustaba, una vez un viejo compañero me dijo: “Sí, son bonitas sus teorías, pero la anarquía es una cosa y la familia es otra, así es y así será siempre.”

No obstante existió un creciente número de mujeres comprometidas, que exigieron que sus compañeros les dejasen ocupar un lugar en la vida pública, militando codo con codo con ellos en las organizaciones políticas, incluso llegando a crear organismos expresamente femeninos como Mujeres Libres dentro de la CNT. Desde primera hora algunas mujeres no dudaron en acudir al frente a defender las conquistas alcanzadas gracias al régimen republicano. Y cuando las autoridades hicieron por evitar su participación en primera línea, aludiendo al supuesto efecto de su presencia sobre la moral de combate, continuaron contribuyendo al esfuerzo bélico en la retaguardia, por ejemplo en tareas organizativas o colaborando con el Socorro Rojo.

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Y tuvieron que pagar por ese compromiso, pues aunque en la posguerra solo entorno a una décima parte de los presos políticos fueran mujeres, los penales de mujeres, como el de Ventas en Madrid, estaban atestados. Y si las penas que se les impusieron fueron en general más leves que las de sus compañeros varones; conmutadas las condenas a muerte por la inmediatamente anterior y después revisadas; esto obedece a la concepción paternalista y porqué no decirlo, patriarcal, del nuevo estado, que no reconoce personalidad jurídica a la mujer, que a partir de entonces deberá encontrarse bajo la tutela de un varón de su familia, tratada en definitiva como un perpetuo menor de edad.

Pero no pocas fueron las que acabaron fusiladas tras la farsa judicial de un consejo de guerra o víctimas del terror en caliente cuando los golpistas se hacían con algún pueblo. El colectivo de las maestras, motor de cambio social, fue de los más afectados. En otros casos, como el de las Trece Rosas Rojas, su ejecución buscaba ejemplarizar y atemorizar al resto de reclusas. Pues lo que es evidente es que no escatimaron es esfuerzos para segar al ras el incipiente movimiento de emancipación de la mujer. Las mujeres liberadas, empoderadas, no tenían un lugar en la idea que los vencedores tenían de la Nueva España. Y al fin y al cabo, por eso fueron condenadas y ejecutadas las que lo fueran, como castigo colectivo por querer subvertir el orden social y moral de España. De modo que, aunque sobrevivieran a los insalubres años de reclusión, tuvieron que cargar a su salida con el estigma social de ser expresidiarias condenadas por “rojas”, haciendo muy difícil su reinserción. En prisión, tenían que sufrir el rechazo de sus hijos, adoctrinados por las instituciones benéficas para huérfanos que los tenían acogidos, cuando no, en el caso de los recién nacidos, eran directamente robados y dados en adopción a familias del régimen.

Y es que dentro de ese concepto patriarcal de la familia, el nuevo estado castigó a través sus familias, a los presos, los huidos o incluso a los muertos. Las mujeres vinculadas de una u otra forma a ellos tuvieron que sufrir la marginación social y las penurias de tener que sacar adelante una familia con un salario femenino. A esto se acompañaba en ocasiones la trashumancia de un punto a otro de la geografía española siguiendo a su familiar preso.

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En definitiva, a las cárceles y pelotones de fusilamiento, a las depuraciones profesionales y los robos patrimoniales por el tribunal de responsabilidades políticas, al exilio y a las penurias económicas, se sumó una represión específicamente dirigida contra las mujeres, a base de humillaciones y escarnio público, violencia física y sexual, restringiéndoles el derecho a la educación, marcándolas por pequeña que fuera muchas veces su relación con las izquierdas, con una huella indeleble, que las abocaba muchas veces a la exclusión social y a la marginalidad.

 Es innegable que el aparato represivo del nuevo estado se centró en castigar todo aquello que se saliese de su idea de feminidad, representada por las consignas de la Sección Femenina y patrocinada por los preceptos de la iglesia católica, una mujer que supiese que su lugar era estar sometida al hombre, y su razón de ser la maternidad y el hogar.

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[1] ENZENBERGER, Hans Magnus, El corto verano de la anarquía. Vida y muerte de Durruti. Frankfurt, Roman Suhrkamp, 1972 (Edición original), Barcelona, Anagrama, 3º edición en Colección Compactos Anagrama, 2010 (presente edición).


Pintura y Revolución [Disertación]

(Septiembre 2013, examen de «Los discursos del arte contemporáneo»)

Pronto quedó patente que a la Europa ilustrada de finales del XVIII, se le quedaba corto ese “todo por el pueblo, pero sin el pueblo” de los déspotas que tuvieron la clarividencia de ver que los tiempos estaban cambiando. La Revolución esperaba agazapada en los libros, los cuadros y las mentes, a que convergieran en un mismo tiempo y en un mismo lugar, un gobernante incapaz y una crisis económica aguda.

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Jacques-Louis David, ya antes de la revolución que vería la cabeza de Louis XVI separada del cuerpo, pintaba un arte nuevo para una nueva sociedad, nacida de la esperada decapitación de la antigua. Frente a la frivolidad Rococó del Antiguo Régimen, David vuelve a los valores cívicos de la antigua república romana, inventa una pintura, donde la Antigüedad solo nos legó ruinas.

"El Juramento de los Horacios" de Jacques-Louis David.

«El Juramento de los Horacios» de Jacques-Louis David.

Esta pintura, neoclásica y jacobina, tiene en “El Juramento de los Horacios” uno de sus máximos exponentes. Este cuadro historicista, de formato grande y heroico, nos presenta de forma clara, con trazo firme y colores planos, los valores que tendría que tener el nuevo estado. En una estancia sobria, tres hombres juran las armas que su padre alza ante ellos como si las consagrara. Se muestran inamovibles en su marcial virilidad, ante el llanto de las mujeres en un segundo plano. No tienen, por un lado, miedo a la muerte, y por  otro lado, tampoco les conmueve estar emparentados con uno de los Curiacios, sus rivales, pues la libertad encarnada por el estado republicano es más importante que la familia, es más importante que la propia vida.

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Que la propia vida o la de los otros, pues en el heroico David nunca aparecerán los excesos de la revolución, no se retratarán la “Grande Terreur”, ni las guerras contra la Vendée o las actividades del “Comité de Salut Publique”, de su compañero de bancada Robespierre, tras cuya caída dio con sus huesos en la cárcel. El terror y la barbarie en nombre de supuestos bienes mayores sí nos los pinta Francisco de Goya, en “Los fusilamientos del 3 de mayo”.

"Los fusilamientos del 3 de Mayo" de Francisco de Goya.

«Los fusilamientos del 3 de Mayo» de Francisco de Goya.

Goya, nada sospechoso de ser un nostálgico del Antiguo Régimen, parece preguntarse con ese cuadro ¿Dónde quedó la Razón y el Espíritu Crítico? ¿Dónde los derechos del hombre o el lema “Libertad, Igualdad y Fraternidad”? ¿Dónde? En una pila de cadáveres ensangrentados al pie de la colina del Príncipe Pío.

Pero la Revolución no necesita de eso, necesita de héroes más que ningún otro movimiento social; a los supuestos villanos, a los que se resisten a las supuestas bondades del cambio, les relega al olvido, a la muerte de la memoria, siempre más terribles que la del cuerpo.

"Marat exhalando su último suspiro" de Jacques_Louis David.

«Marat exhalando su último suspiro» de Jacques_Louis David.

Héroes como Marat, que exhalan dulcemente su último suspiro por su amor al pueblo. Un Marat que David desnuda y rejuvenece, para que el pueblo conmovido le vea como un héroe inmortal. Pero el héroe por antonomasia es Napoleón; ya se cuidó muy mucho de rodearse de maestros de la pintura que supieran convertirlo en tal.

Napoleón no es la Revolución, Goya lo vería muy bien, sin embargo tampoco son los Borbones. Napoleón ha venido a salvar la Revolución; el ejército de la República, siguiendo el modelo antiguo de los ciudadanos soldado, así lo ha decidido; ese es el ideal sobre el que se cimienta el  Imperio. Un David rescatado de la cárcel así nos lo muestra en una de sus últimas obras, “La coronación del Emperador y la Emperatriz”.

"Coronación del Emperador y la Emperatriz" de Jacques-Louis David.

«Coronación del Emperador y la Emperatriz» de Jacques-Louis David.

Es una obra lejana ya de la sobriedad republicana de sus primeros tiempos, pero en la que David nos muestra a un hombre del tercer estado que ha sido elevado al fasto imperial, por su enorme capacidad para reordenar la sociedad.

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"Los apestados de Jaffa"de Jean-Antoine Gros

«Los apestados de Jaffa»de Jean-Antoine Gros

Paradigmáticas de la elección que la providencia ha hecho con Napoleón son obras como las del alumno de David, Jean-Antoine Gros, donde en “Los apestado de Jaffa”, nos muestra a un ciudadano Bonaparte consolando a los enfermos, como una figura sanadora y la vez inmune a todo mal, que parece querer asociarse iconográficamente a las monarquías medievales de derecho divino.

"La Libertad guiando al Pueblo" de Eugène Delacroix.

«La Libertad guiando al Pueblo» de Eugène Delacroix.

Y en esas idealizaciones, aunque en un estilo republicano de nuevo, se inscribe “La Libetad guiando al pueblo de Eugène Delacroix. La Revolución de 1830, que trajo consigo la legada de de la monarquía parlamentaria de Louis-Philipe d’Orleans, está aquí representada de forma alegórica, con su desnudez heroica, el dramatismo de la muerte necesaria y la determinación de los vivos.

"La Barricada" de Jean-Louis-Ernest Meissonier.

«La Barricada» de Jean-Louis-Ernest Meissonier.

Y en ese sentido es muy distinta la imagen que se quiere dar desde la reacción. Meissonier en «La Barricada” de 1848, saca en claro de esa revolución puramente proletaria, una pila de cadáveres. En cambio, tras la semana sangrienta de mayo de 1871, en la que se asesinó ese gran experimento de socialismo libertario que fue la Comuna de París, Maissonier solo representa el estado triunfante en forma de cuadriga del Carroussel, que emerge de “Las ruinas se las Tullerías”.

No hay piedad para los vencidos, ni lugar en la Historia.

"Ruinas de las Tullerías" de Jean-Louis-Ernest Meissonier

«Ruinas de las Tullerías» de Jean-Louis-Ernest Meissonier

Por: El Exiliado del Mitreo


Reseña: Commandant of Auschwitz

[…] I could never have brought myself to make this confession of my most secret thoughts and feelings, had I not been approached with a disarming humanity and understanding that I had never dared to expect.

It is because of this humane understanding that I have tried to assist as best I can in throwing some light on matters that seemed obscure.

But whenever use is made of what I have written, I beg that all those passages relating to my wife and family, and all my tender emotions and secret doubts, shall not be made public.

Let the public continue to regard me as the blood-thirsty beast, the cruel sadist and the mass murderer; for the masses could never imagine the commandant of Auschwitz in any other light.

They could never understand that me, too, had a heart and that he was not evil.

These writings consist of 114 pages. I have written them voluntarily and without compulsion.

Cracow. February 1947                          Rudolf Hoess

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Así cerraba Rudolf Hoess las memorias que escribiera antes de ser ahorcado. Afortunadamente se hicieron públicas en contra de su deseo.

Commandant of Auschwitz

La portada del libro en cuestión presenta la foto de Hoess el primer día del juicio en el que fue condenado a muerte.

Es importante que la humanidad haya podido ver a Hoess en su dimensión humana. Como ya dije en su día en la reseña de “La corte del zar rojo”, soy muy reticente a usar el término monstruo con los genocidas. Un monstruo tiene algo de enfermo mental  que lo aleja de la especia humana, le hace ladrar, le hace aullar como un animal. Esto será aterrador sin duda, pero no tanto como la gente que conscientemente y en pleno uso de sus facultades, se consagra a la tarea de exterminar a cientos de miles, a millones de humanos de todas las edades y condiciones. El nazismo no fue un mal sueño, no fue un lapsus, ni un error inconsciente; fue algo muy real y premeditado, algo que podría volver a producirse y que desde el conocimiento de aquel horror, debemos de hacer todo lo posible para que no se reproduzca.

Este es uno de esos libros que duele leer, pero que hay que leer. No por gozar del dolor, ni recrearse en él, sino por lo que te enseña sobre ti mismo. Que te duela el dolor ajeno, te hace humano.

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Es curioso porque este libro no lo leí cuando me lo regalaron. Lo empecé, pero tras la introducción de Primo Levi y las primeras páginas, lo substituí por una lectura mucho más ligera. Se habrá quedado en la mesita de noche, en la pila de “pendientes”, cerca de un año. Había muchas razones para retomarlo, la mejor de todas; que me lo trajo mi hermana del mismo Auschwitz como “souvenir” (los beneficios generados por la obra están destinados a ayudar a los supervivientes del campo). Al retomarlo, obvié lo que ya llevaba leído de la vez anterior. El caso es que con la lectura enseguida rememoré parte de la introducción de Levi; Hoess puede ser muchas cosas, pero como Levi, yo lo que más resaltaría es sus absoluta cobardía, acompañada de un repulsivo cinismo.

Rudolf Hoess se oculta tras sus superiores, dice que obedecía órdenes que dada su profesionalidad militar ni siquiera cuestionaba. Pero eso no es lo más bonito del asunto, sino que a la vez se oculta también tras sus subordinados. Según él, sobre ellos debía de recaer la culpa de las mayores atrocidades a las que fueron sometidos los prisioneros en los campos donde sirvió. Se declara impotente, incapaz de meter en cintura a sus subordinados; a él le gustaría que la vida concentracionaria se hubiese gestionado de forma racional, sin brutalidades gratuitas, como el que lleva una granja y quiere que sus animales produzcan, y que cuando toca matarlos, lo hace sin pena ni gozo.

Sin embargo, evita manifestar directamente la opinión que le merecían todos esos “antisociales” y “enemigos del estado nacionalsocialista” que custodiaba. Si le parecía justo que alguien fuera encerrado por tener parientes judíos, o gitanos, o ser homosexual o testigo de Jehová o simplemente por ser un disidente manifiesto de la Alemania Nazi. Hoess es un ultraderechista feroz, un claro antisemita, que tiene la cabeza llena de prejuicios contra todos y contra todo y a la vez tiene idealizados ciertos valores en los que cree casi con fervor religioso; sus páginas traslucen eso, por mucho que quiera ocultarlo con algunas sensiblerías y concesiones de lástima o de respeto y que cínicamente busque justificarse mediante anécdotas que pretenden justificar sus fobias.

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Las anécdotas en sí poco importan, el horror de los campos está plenamente documentado. Hoess intercala además mentiras manifiestas entre ellas, de modo que tampoco pueden tomarse como una fuente fidedigna en sí mismas, pero son fundamentales para comprender al personaje, para entender su forma de ver el mundo, para mirar a través de los ojos del verdugo.

Leer sus memorias no produce empatía, ni genera comprensión. Leer sus memorias produce asco y desprecio, ante tanta excusa barata y tanta cortina de humo.

Hace poco vi un documental sobre los descendientes de todos estos figurines, sobre como debían de llevar sobre sus espaldas la pesada carga de sus apellidos. Uno de los que aparecían era uno de los hijos de Hoess; él daba la cara y afrontaba la verdad en toda su crudeza como no quiso hacerlo su padre… parece que hay razones para no perder del todo la fe en el ser humano…

 Por: El Exiliado del Mitreo

La idea de poner ese eslogan a la entrada del campo fue del propio Hoess

La idea de poner ese eslogan a la entrada del campo fue del propio Hoess